¡Hola! He aquí una pequeña entrada que se me ha ocurrido en el bus de camino a casa. Como de costumbre, espero que disfrutéis al leerlo tanto o más que yo al escribirlo.
¡Un saludo!
De alguna forma, cuando observas mucho a una persona, te das cuenta de que es perfecta tal como es, que son esos pequeños detalles en los que nadie suele fijarse los que la hacen única y especial.
El simple hecho de que lleve las uñas mordidas ya parece amoldarse no sólo al el resto de su cuerpo, sino a su propio carácter, nervioso e inquieto, como si continuamente estuviera esperando algo. Son los gestos, la forma de mirar, el cómo actúa cuando cree que nadie está mirando, la forma en la que balancea el pie bajo la mesa cuando da un discurso en público... son cosas a las que la gente no suele prestar atención o, al menos, no se para a pensar en si lo hace.
Porque, de alguna manera misteriosa, en tu mente son esos pequeños detalles los que unidos conforman la idea, la imagen o la impresión, como prefiera llamarse, que tienes de una persona.
Y de estas mundanas reflexiones surge un pensamiento: somos un conjunto de pequeños detalles. Somos la forma en la que enredamos el pelo en nuestros dedos, la forma en la que contemplamos a la persona que amamos, nuestra forma de reír, de pensar, de demostrar cariño... y si alguno de estos pequeños detalles se trastoca, inmediatamente los demás perciben algo raro, pero no acertarán a decir qué es, pues nadie presta atención a esas pequeñas particularidades.
Sin embargo, nuestros detalles son testigos de nuestra historia: un diente partido al caer del columpio, una cicatriz, una nariz que quedó ligeramente torcida después de romperse... todo eso nos hace únicos, irreemplazables y, por ello, especiales.
Incluso si nadie más se detiene a pensar en ello, aunque suene a perogrullada:
nosotros somos nosotros.
Irene, 2015.
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